El salutismo se ha impuesto a la salud. Vivimos en una época en la que estar sano ya no es solo un deseo, sino casi una exigencia. La salud se ha convertido en un valor supremo, un símbolo de éxito personal, de disciplina y de virtud. Esta tendencia se conoce como salutismo, y aunque se presenta como un enfoque de bienestar, esconde una carga moral y clasista que merece la pena revisar.
El salutismo propone un ideal de salud rígido, exigente y completamente individualizado. Según esta lógica, tu salud depende exclusivamente de tus decisiones: si enfermas, es porque no te has esforzado lo suficiente. Si estás cansada, es porque no organizas bien tu tiempo. Si no adelgazas, es porque no tienes fuerza de voluntad. Esta narrativa olvida que la salud es también un asunto colectivo, atravesado por determinantes sociales, económicos, genéticos y emocionales.
Lo que antes era cuidado, ahora es una lista interminable de deberes: entrenar fuerza tres veces por semana, caminar 10.000 pasos al día, comer de forma “limpia”, evitar ultraprocesados, hacer ayuno intermitente, suplementarse con magnesio, colágeno u omega-3, dormir ocho horas con calidad verificada por tu smartwatch, meditar antes de dormir, escribir en un diario de gratitud… Y todo esto, cada día, sin excepción. Si fallas, fracasas.
Se promueve un estilo de vida que, aunque disfrazado de autocuidado, en realidad genera culpa, ansiedad y autoexigencia. La alimentación deja de ser disfrute y se convierte en cálculo nutricional. Se demonizan alimentos y cuerpos. Se impone una imagen corporal ideal —delgada, tonificada, joven— y se desprecia la diversidad. Es el viejo peso centrismo de siempre, ahora con el cartel de “es por tu salud”.
Además, el salutismo se sostiene sobre un gran privilegio: tiempo, dinero y acceso. ¿Quién puede permitirse jornadas estructuradas, alimentos eco, suplementos caros, terapias, clases dirigidas, ropa deportiva y gadgets tecnológicos? Es una propuesta que solo es viable para una parte muy pequeña de la población, mientras culpabiliza a quienes no pueden seguir ese ritmo.
Lo más peligroso es que este enfoque niega todo lo que no encaje en su visión idealizada: ignora los efectos del insomnio, la ansiedad, la precariedad, las enfermedades crónicas, el estrés o las cargas de cuidados. Invisibiliza las condiciones estructurales que dificultan el bienestar. Y convierte a quien no puede seguir estas reglas en una persona irresponsable, débil o vaga. Como si la salud fuera una carrera meritocrática, donde solo gana quien más se esfuerza.
Así, enfermar deja de ser humano y pasa a ser un fracaso personal. Se establece una jerarquía entre los sanos y los “no válidos”, como en la película Gattaca, donde los cuerpos perfectos acceden al éxito y el resto queda excluido. Una ficción que hoy parece más real que nunca.
El salutismo elimina el placer, la flexibilidad y el contexto. Nos vende un ideal inalcanzable bajo la promesa de longevidad y rendimiento, pero nos deja agotadas, frustradas y solas. Lo que empezó como autocuidado se convierte en obligación, y lo que debería ser salud, se transforma en otro sistema de control sobre los cuerpos, especialmente los de las mujeres.
Frente a esta cultura, urge recuperar una visión más compasiva, inclusiva y realista del bienestar. Una salud que tenga en cuenta el placer, las relaciones, el descanso, el acceso, la justicia social. Que entienda que los cuerpos no fallan, sino que resisten como pueden en un mundo que no siempre los cuida. La salud no es algo individual, deberíamos tener un sistema que nos haga accesible la salud a todos.
Porque cuidarse no debería ser una carga ni una competición, y mucho menos una vara moral con la que medir a los demás.
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Un abrazo
Azahara