
Medicamentos como Ozempic, Wegovy o Rybelsus, desarrollados originalmente para el tratamiento de la diabetes tipo 2, se han convertido en los nuevos iconos de la delgadez. Su efecto secundario —la pérdida de peso por la modulación del apetito— ha sido transformado por la industria y los medios en una promesa de cuerpo ideal. En una sociedad profundamente gordófoba, la delgadez se presenta como sinónimo de salud, éxito y autocontrol, ignorando los riesgos que estos fármacos suponen cuando se usan sin indicación médica.
Desde hace años, la OMS define la obesidad como “una acumulación anormal o excesiva de grasa que puede ser perjudicial para la salud” y la clasifica según el Índice de Masa Corporal (IMC). Sin embargo, en otros contextos, la trata como una enfermedad crónica, generando confusión y reforzando la visión patologizante del cuerpo gordo. Esta ambigüedad alimenta discursos alarmistas que presentan la obesidad como una “pandemia”, aunque no se trate de una enfermedad contagiosa. El lenguaje no es inocente: usar términos de emergencia sanitaria activa el miedo y legitima intervenciones médicas y comerciales que perpetúan el estigma de peso.
Las campañas publicitarias de laboratorios como Novo Nordisk, con mensajes del tipo “la obesidad puede matar”, refuerzan ese miedo. Se muestran cuerpos gordos sin información sobre su salud, insinuando que la delgadez es sinónimo de curación. Este tipo de comunicación alimenta la gordofobia social y médica, naturaliza la discriminación y presenta el cuerpo gordo como un problema a corregir. En contraste, sería impensable utilizar mensajes similares para otras enfermedades: no se verían anuncios con el lema “el cáncer mata”, porque se considera inapropiado culpabilizar al paciente. Sin embargo, con el peso se siguen permitiendo estas licencias.
El resultado es un trato desigual en la atención médica. Muchas personas gordas dejan de acudir a consulta porque saben que, ante cualquier síntoma, la respuesta será “hacer dieta” o “perder peso”, independientemente de su motivo real de visita. Este sesgo, documentado por múltiples estudios, constituye una forma de negligencia médica que impide diagnósticos precisos y agrava problemas de salud.
Paradójicamente, mientras se advierte sobre el abuso de antibióticos por sus riesgos, los fármacos con semaglutida (como Ozempic o Wegovy) se recetan cada vez más a personas sin diabetes. Esta práctica se mantiene a pesar de los efectos secundarios graves ya identificados: náuseas, vómitos, pérdida muscular, alteraciones digestivas, ideación suicida e incluso un tipo raro de ceguera (neuropatía óptica isquémica anterior no arterítica, NAION). La Agencia Europea del Medicamento (EMA) reconoció en 2025 una posible relación entre la semaglutida y esta complicación, que podría afectar a una de cada 10.000 personas al año. Estudios en Dinamarca refuerzan esta alerta: el riesgo de NAION puede duplicarse en pacientes con diabetes tipo 2 y multiplicarse por siete en personas con sobrepeso u obesidad.
Además, los desarrolladores de la semaglutida han advertido que su uso no debería extenderse a personas sin sobrepeso u obesidad, ya que no existen estudios sobre su seguridad a largo plazo en individuos sanos. Aun así, su consumo ha crecido, impulsado por la presión estética y la idea de que adelgazar equivale a cuidarse. La sociedad ha normalizado la automedicación para alcanzar un ideal corporal, incluso cuando los riesgos superan los beneficios.
A diferencia de un proceso terapéutico, la pérdida de peso con Ozempic no implica un aprendizaje de hábitos saludables. Su efecto se basa en la supresión del apetito, y cuando se interrumpe el tratamiento, el cuerpo recupera el peso perdido. Sin acompañamiento nutricional ni apoyo psicológico, el resultado es una relación dependiente con el fármaco, una pérdida de masa muscular y un metabolismo más lento. Se convierte, así, en una solución crónica para un problema creado socialmente.
El auge de estos tratamientos plantea una cuestión ética de fondo: ¿qué tipo de sociedad prefiere medicar a personas sanas para que encajen en un ideal estético? Convertir la delgadez en un objetivo médico no solo expone a individuos sanos a riesgos graves, sino que refuerza una jerarquía corporal y económica. Solo quienes pueden pagar tratamientos costosos acceden a ellos, perpetuando la idea de que ser delgado es un privilegio y ser gordo, un fracaso.
La delgadez se convierte en un símbolo de estatus, una forma de distinguirse socialmente bajo el disfraz de la salud. Este fenómeno amplía la brecha entre clases sociales y erosiona la diversidad corporal. La salud se vuelve un lujo, y la gordura, un estigma. Mientras tanto, se ignoran factores mucho más determinantes para el bienestar: la calidad del descanso, la estabilidad emocional, el acceso a alimentos saludables o la atención médica libre de prejuicios.
El verdadero problema no son los cuerpos gordos, sino un sistema que confunde delgadez con salud y patologiza cualquier forma corporal que se aparte de la norma estética. Más que una solución médica, Ozempic se ha convertido en el reflejo de una cultura que prioriza la apariencia sobre la salud integral y que convierte el cuerpo en objeto de control, negocio y moralidad.
La salida pasa por cuestionar este modelo, abandonar el enfoque pesocentrista y promover una educación nutricional basada en el respeto corporal, el acompañamiento profesional y la diversidad. Solo desde ahí será posible hablar realmente de salud.